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El Murmullo de las sombras

Clara despertó con el sabor metálico de su propia ansiedad en la boca. Había pasado semanas investigando los rumores sobre el hospital San Dimas, un edificio abandonado en las afueras de la ciudad, cargado de historias de desapariciones y apariciones. Periodista freelance, su carrera había ido en declive desde el incidente que destrozó su vida personal: un accidente de tráfico donde ella sobrevivió, pero no su hija.

La culpa la había convertido en una sombra de sí misma, incapaz de enfrentarse a la realidad. Pero el San Dimas prometía una salida, aunque solo fuera una manera de canalizar su tormento en algo tangible. Los últimos días había recibido correos anónimos que la incitaban a investigar el lugar, con información demasiado detallada para ser casual. Aunque su instinto le decía que había algo más tras los mensajes, la curiosidad y el dolor pudieron más.

Cuando llegó al hospital, una luna mortecina iluminaba su fachada agrietada. Las ventanas rotas parecían ojos vacíos, y las enredaderas que trepaban por sus muros eran como venas petrificadas. Clara cargaba una linterna, una grabadora y su inseparable cuaderno, pero también un peso invisible: la voz de su hija que a veces susurraba en su mente.

El Vestíbulo tenía un olor que mezclaba moho y descomposición…

El vestíbulo estaba cubierto de polvo y el aire era pesado, con un hedor realmente desagradable. Clara encendió la linterna, proyectando sombras que parecían moverse a su antojo. En el centro de la habitación había una camilla oxidada, y sobre ella, papeles médicos esparcidos como hojas muertas.

Entre los documentos, destacó un nombre: Sofía García. Su hija. Clara se quedó helada, con el corazón latiendo desbocado. No podía ser. Nadie sabía que había muerto en el accidente; lo había guardado como su secreto más oscuro, incluso evitando mencionarlo en sus escritos. Algo o alguien sabía demasiado.

A medida que avanzaba por los pasillos, el edificio parecía adquirir vida. Los ecos de sus pasos resonaban como si otros la siguieran. De vez en cuando, juraba escuchar risas infantiles, suaves y lejanas, pero cargadas de una frialdad inhumana. Las habitaciones revelaban instrumentos quirúrgicos oxidados, sillas de ruedas volcadas y dibujos de niños en las paredes, dibujados con algo que prefería pensar que era óxido.

En la tercera planta encontró un quirófano intacto. La camilla estaba preparada como si esperara a un paciente. Encima de ella, una grabadora antigua. Cuando la encendió…

Una voz que conocía demasiado bien comenzó a hablar:

— ¿Por qué me dejaste, mamá?

Clara cayó de rodillas. Era Sofía. O algo que pretendía serlo. Las paredes comenzaron a vibrar, y las luces de su linterna parpadearon hasta apagarse. En la oscuridad, Clara sintió manos pequeñas que tiraban de su ropa y su cabello, y el eco de esa voz infantil, ahora gélida, le susurraba:

— No es tu culpa… pero debería serlo.

Huyendo ciegamente, Clara encontró una escalera que descendía al sótano. Aquí, las sombras eran más densas, casi palpables. En las paredes, rostros humanos parecían emerger del concreto, congelados en gritos silenciosos. Al fondo del pasillo, una puerta semiabierta dejaba escapar un resplandor antinatural.

La habitación estaba vacía, salvo por un espejo que ocupaba toda una pared. Cuando Clara se miró, no vio su reflejo, sino a Sofía, de pie, observándola con una sonrisa perturbadora. La niña alzó una mano y, del otro lado del espejo, Clara sintió un tirón en su alma. Era como si algo estuviera drenándola.

— Ven conmigo, mamá. Aquí podemos estar juntas.

Clara cerró los ojos, pero la visión no desapareció. El mundo se tambaleaba entre el hospital y un paisaje oscuro, plagado de sombras que parecían vivas. En el reflejo, ella estaba tomando la mano de Sofía, pero no lo había hecho.

— ¡No eres real! — gritó, pero su propia voz sonó hueca, casi como si no le perteneciera.

El Espejo explotó en una lluvia de fragmentos

Clara despertó de nuevo en el vestíbulo del hospital. Era de día. El edificio estaba completamente abandonado, sin rastro de las huellas de su exploración nocturna. Pero en su mano sostenía un dibujo: ella y Sofía, tomadas de la mano, frente a un espejo. En el dorso del papel, escrito con una caligrafía infantil, estaba la palabra “Regresa”.

Clara salió tambaleándose, incapaz de distinguir si había sido una alucinación o algo mucho más profundo. Pero una cosa era cierta: no podía huir de su culpa, ni de Sofía. Porque el hospital San Dimas nunca dejaba ir a nadie realmente.

Y mientras se alejaba, las ventanas rotas del edificio reflejaban algo que ya no era humano, observándola con una sonrisa.

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